jueves, 1 de junio de 2023

Cuento venezolano

 El mútilo

Luis Manuel Urbaneja Achelpohl

Selección y notas: Luis E. Villegas N.

(Caracas, 1875 - 1937) Escritor venezolano. En 1894 fundó la revista caraqueña Cosmópolis, cuya corta vida le sirvió para dar a conocer diversos artículos en los que difundió tanto las ideas modernistas como las criollistas. Sin embargo, pronto abandonó esa primera trayectoria para dedicarte íntegramente a introducir en su país la literatura criolla, de profundas raíces realistas.

Como narrador, cultivó tanto el relato breve como la novela. Entre sus obras más destacadas están Ovejón (relato cuya primera edición conocida data de 1922), En este país (1916) y La casa de las cuatro pencas (1937). La mayor parte de sus relatos se hallan impresos en dos volúmenes titulados El criollismo en Venezuela (1945). También empleó su pluma en el ensayo: El guancho y el llanero y El tuerto Miguel, al que él mismo calificó de "novelín".

El mútilo

La mar del sol caía sobre la sabana, levantando un reverberante temblor de efluvios vaporosos. Se quemaba la tierra y las hierbas se cocían. La calidez del ambiente abrasaba el olfato.

 Cegábanse los ojos con intenso brillo de la luz. Silvino llegó, bajóse del asno, apoyado en la muleta, porque tenía una pierna menos, la hoz en la mano, y se echó sobre la hierba. A pesar de su mutilación, era oficioso: pasaba el día trabajando. Manejaba hábilmente la muleta y no echaba de menos su pierna mutilada.

  Atendía con diligencia a las siembras, por lo cual éstas no carecían de abono, de riego y de limpieza. Al bajío más distante iba por pasto y por eso los animales, la vaca y el asno, siempre estaban sanos y hermosos. En la mañana Silvino segaba, rastreando oblicuamente sobre el escaso muñón, medio cuerpo alzado sobre la maleza. Hacía pensar en un ser destroncado, que se arrastrase como una larva humana, gateando solapadamente con el aire repulsivo y zurdo de una bestia carnicera. Sujeto a lo alto de un árbol el novillo de Don José aspiraba el resol con hinchadas narices, pupila centelleante y agitando nerviosamente la cola. Espigado, de grandes astas agudísimas, inquieta la oreja, la fiereza lo azogaba recorriéndolo como un espasmo de la nuca a las ancas y a lo largo de los remos. Vencido por la siesta, dormía el campo. En la corraliza de un bohío alguno hachaba maderas, y era ése el único rumor del mediodía. Silvino segaba montoncillos de hierba que reunía en haces para hacer la carga del asno, verde y aromosa… no veía cómo el novillo se debatía bajo su amarra, doblegando el brazo del árbol; éste apenas se inclinaba sombríamente verde, en tanto que el ramo flexible se arqueaba hasta el límite, curvándose con el esfuerzo… El animal vencía la ciega resistencia vegetal, cedía la rama por momentos, hasta que se descuajó crepitando: rio la blanca médula en la desgarradura astillada y el ramo cayó a tierra con estrépito. Silvino se volvió, miró apenas y prosiguió su faena imperturbable. Hosco y tozudo, siempre laboraba con afán, sin que nada le distrajese. A su espalda un resoplido de la res le hizo volverse. No tuvo tiempo de huir. Al incorporarse con presteza resbaló la muleta y él cayó al suelo. Logró levantarse de nuevo: pero la fiera arremetió contra él; enganchándolo en el asta lo lanzó al aire, lo recogió una y otra vez, persiguiéndolo en el suelo con afanosa solicitud. Silvino ora péndulo, ora rebotando sobre la fiera, ora sacudido en los pitones de la fiera, experimentaba agudos dolores, cerraba los ojos y perdía el sentido. Alguien asomó la cabeza por el seto: era un muchacho en cuyo rostro desolado por la anemia se encajaban dos ojos asombrados, muy abiertos. Se puso a lanzarle piedras al animal, haciéndole huir sobre la sabana extendida. Después saltó la valla, se acercó a Silvino, lo miró con susto; por su extrema palidez le pareció muerto y no atreviéndose a tocarlo, partió en carrera hacia el bohío. II Silvino fue llevado a la ciudad con varias heridas. Su estado era lamentable. Había causado sensación su desgracia, porque generalmente compadecían al pobre hombre, mútilo, cuya poca fortuna le había encaminado a aquel peligro. No podrá decirse mía la culpa- afirmaba don José-. Era de suponerse que el animal fuera bravo: en este caso la bravura era de conveniencia. En cuanto a seguridad, lo había atado fuertemente eligiendo la rama que me pareció más oportuna, resistente. Su conciencia estaba tranquila. Se había engañado; bien, pero… Él no tenía la culpa. Tampoco podía decirse que fuera imprudencia del otro. Silvino, el pobre no podía culpar sino a su suerte. – Sí, trabajando le aconteció la desgracia- decía don Pedro. – Porque como trabajador, pocos- advirtió Zósimo. – Mala suerte- suspiró don José. En el hospital, donde Silvino fue conducido, entre vendas y algodones, maldecía a la bestia con sincero enojo. La fiebre alta al principio le hacía desvariar; en su excitación veía numerosas cabezas excesivamente astadas, armadas de cuernos agudísimos, espantosos, agresivos. Innumerables cabezas como en una manada… Pero de la fiebre mejoraba: se restablecía y un pensamiento artero se concentraba, con ingenuo encono, en su interior, para aquel animal inocente que en la vega lejana de don José debía parecer inofensivo. Quería escarmentarlo. Una tarde visitaron a Silvino, Zósimo y don Pedro y por ellos supo que don José lamentaba sus desgracias. Este deliraba también, porque el buey había salido excelente. Manso y uncido a la esteva de su amo, rasgaba dócilmente la gleba, volviéndola de revés, negra y bien oliente… Pero Silvino aborrecía a don José y más aún al animal, la mala bestia, y la quería escarmentar. Zósimo y don Pedro no le disuadieron. Era rencoroso y tozudo. – ¡Quería escarmentarla! Don José se había negado a pagar la curación. Silvino gastaba sus ahorros, su hortaliza se arruinaba, sus animales padecían descuido. Silvino pasaba las horas pensando en su hortaliza, sus verdes escarolas, sus abundantes coliflores, sus viciosas remolachas, sus repollos y lechugas. Temía hasta estremecerse al recuerdo de las voraces repolleras, mariposas de alas pálidas que palpitan sobre la alcatifa de la siembra. Llegó el día en que pudo levantarse; ese día anduvo aferrado a su muleta por los largos corredores. Otro día anduvo más, llegó a un jardincillo que le dio con su aura un saludo complaciente y vegetal. Aunque su reclusión iba larga, él mejoraba, sin embargo; se restablecía. Se distraía pensando en sus tierras, dándole vuelta en la mente a aquel maldito encono, recóndito y ensañado, contra la bestia lejana. Llegó también el día en que abandonó el hospital. Libre de prescripciones y vendajes, corrió hacia su campo. El paisaje se cinematografiaba, tornadizo, a ambos lados de la ruta; sucedíanse los amplios sabanales, de claros horizontes. Llegó a su labrantío cuando un solo lívido moría sobre los cerros y encendía finalmente la copa de los árboles. III Al amanecer tomó su muleta. Sentíase animoso. Y echó a andar, con un aire tan zurdo como antes, pero desembarazado y resuelto. Hacía frío. Un sol tempranero se deslizaba a través de las cerrazones de levante con un reflejo empañado… La calígene arropaba las arboledas, las vegas incesaban con efluvios montaraces y siluetas campesinas se alejaban indistintamente por senderos lejanos. Manchones de azul clareaban ya por el cenit. Luego comenzó a orbayar, porque las nieblas se deshacían al sol. Y más luego cierto brillo fulvo, radiante, resplandecía sobre la campiña florida. Todo renacía alegre. La verdura cintilaba, humedecida; se estremecían con la primera brisa matinal las frondas y despedían brillos espléndidos. El sol se miraba en la acequia, sobre cuyo cristal frisado hilaban las arañas, temblando de hierba a hierba. Todo despierto renacía al nuevo sol, y comenzaba a vivir el nuevo día con orgullo. El mútilo caminaba sobre las tierras surcadas o en rastrojos. Enfilaba hilas de árboles esbeltos, torcía por senderos… celajes cruzaban el azul como velas de extensión marina; pájaros se fugaban en el viento con vuelo inquieto. Los horizontes eran claros como para una fiesta de luz. Delante de la muleta de Silvino, que se hundía en los baches y hendía los montículos, las tórtolas saltaban amándose. Echado sobre el pajar, el buey de don José reposaba. Tenía sobre el testuz un pajarraco gualda, que le hurgaba familiarmente la cepa de los cuernos. Silvino se llegó hasta el animal; el ave revoloteó sobre los cuernos, como un arpegio entre los brazos de una lira. Silvino se insinuó a un costado de la res, empuñando el cuchillo, con el cual amagaba un golpe en testuz. Afirmó el pulso y hundió la hoja con violencia… El ave voló, alejándose. Silvino no acertó, sin embargo; el anim 


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