martes, 1 de agosto de 2023

Cuento Venezolano


  Julio Horacio Rosales Echevarría
Selección y notas: Luis E. Villegas N.

 (Autores venezolanos nacidos en la segunda parte del siglo XIX y desplegada  su actividad, principalmente, en la primera  parte del siglo XX venezolano)

 

 


                                       

Julio Horacio Rosales Echevarría (1885-1970). 

Venezuela. Fue periodista, escritor, ensayista 

y cuentista, y vivió la mejor época de producción 

narrativa venezolana, a finales del siglo XIX.

El can de la medianoche

— ¡Ayayayaaai…!

Un grito de espanto desgarró el negro silencio.

— ¿Ha oído, mamá? —preguntó la joven en la oscuridad del aposento. De la otra parte, sobre un camastro inseguro, se removió la anciana, despertando. Un rezongo cuasianimal fue la respuesta.

La joven sintió alzarse afuera otros rumores. Vago son de voces, eco de pisadas. No estaba sola, pues, en medio al temor de la noche mediada y, sin aguardar a que la madre se incorporase, saltó del lecho, cubrióse con la manta y acudió al postiguillo de la única ventana. Mientras la bocanada de aire le agitaba los bucles desordenados, una cuchillada de claridad, pálida como hoja acerada, que le rebanó el rostro moreno y adormilado, cayó interna en el piso opaco y húmedo del cuchitril sin luz.

— ¡Guárdate, muchacha! —insinuó la vieja que ya venía dando traspiés de sueño hacia el ventanuco.

—Un hombre caído en el suelo, mamá. Lo están levantando. Son muchos los despertados.

—Guárdate que tú no sabes.

— ¿Quién será, mamá? ¿Qué le habrá pasado?

—Déjame ver, muchacha.

Otros vecinos desfilaban imprecisos, en la semipenumbra de una noche sólo alumbrada por las astrales miríadas, por los ojos chispeantes en la bóveda, por el polvo de diamantes de la Vía Láctea. El alarido misterioso había convocado a mucha gente que dormía en sus tugurios. El sitio era un pedazo de caserío no muy compacto, una arteria fuera del núcleo de la población aldeana.

— ¡Guá, misea Gudula! ¿usted también sintió?

— ¡Cómo no, Isidora! ¡Con ese alarido tan feo! ¿Será que le han matado?

—Debe haberle sucedido algo muy malo, pues su grito me estremeció de espanto.

—A mí se me heló la sangre en las venas —intercedió la joven, azorada.

— ¿Qué ha sido? ¿qué ha sido?

En aquel momento una pareja pasaba apresurada: iban desalados por la curiosidad, la incertidumbre, el sobresalto. Corrían hacia el grupo que pocos pasos más adelante discutía, gesticulaba, en la noche silenciosa y profunda. El grupo que cargaba ahora en vilo el cuerpo dislocado de la víctima y echaba a andar, a andar como hormigas con su presa, arrastrando con desvelo y conmoción, entorpecidas las plantas por la emoción de la sorpresa.

Entonces fue cuando se supo algo: la pareja de enantes regresaba más sosegada de su repullo, indolente, cuasidefraudada en su avidez del primer instante.

—No ha sido nada.

—Pero ¿a dónde le llevan? —inquirió Isidora.

—A la farmacia. Va desmayado.

—Acaso un síncope —sugirió misea Gudula.

—Sí; del susto.

—Pero ¿qué le ha asustado? —demandó con voz ingenua, todavía temerosa, la muchacha.

—Dicen que un perro.

— ¡Cómo ha de ser! ¡Un perro!

—Sí, un perro negro.

—Pero no hemos escuchado ladrar.

—No ha ladrado. Dicen que echaba chispas por los ojos. No le ha mordido, le ha chamuscado. Él venía solo y es tarde. Es una aparición infernal, un genio malo.

—Libera nos domine —murmuró la vieja Gudula santiguándose.

—Amén —respondió la joven imitándola.

* * *

Al siguiente día se habló en todo el pueblo del accidente. El barbero comentó con sus parroquianos el extraño caso de Críspulo. Ya se sabía que fue Críspulo el sujeto del caso.

—Refiere que estuvo hasta media noche jugando una partida y al retirarse a su casa tuvo el peregrino encuentro, un ser tan feo que él no acierta a explicarse: cayó sin sentido arrojando espuma por la boca.

—Críspulo no es cobarde.

—Tampoco había bebido anoche.

Los que condujeron a Críspulo a la farmacia comentaban, en otros sitios, el mismo acontecimiento. El farmacéutico había sido consultado por muchos clientes asustadizos que se acercaban a él intrigados. Críspulo mismo, solicitado, había tenido que referir cien veces, mal de su grado, las peripecias de aquel encuentro espeluznante.

A la otra noche, tres vecinos despreocupados y sin sueño platicaban en un ángulo de la plaza. La noche estaba fresca, sentíase tan agradable como la proximidad de una vasca de agua clara en un mediodía de verano. Invitaba a la charla. El pueblo dormía, en tanto, sumido en silencio. Del vértice de la torre erguida en lo negro, como un índice de piedra, inerte, muda, caía el letargo, descendiendo como funda de quietud, como manto de reposo que envolvía desde el desierto altozano todo el villar. Los árboles callaban.

El rumor de la plática adquiría un dejo amable. En la calma y frescura ambientes parecía menos difunto, solo dormido, el pasado que evocaban los dialogantes, exhumando reminiscencias, extrayendo anécdotas del fondo de su memoria, reviviendo personajes ayer no más desaparecidos de su lado.

Mas, de improviso, callaron. Parejo escalofrío agudo, cortante, estremeció a los tres, desde la raíz de los cabellos hasta las plantas. Hacia ellos veían venir, a la dubitosa vislumbre de los candiles de esencia escalonados a lo largo de una calle, más bien al vago resplandor de los astros, un bulto oscuro, por el medio del arroyo. Al principio fue un pequeño bulto opaco como pelota de sombra que rodara en la sombra nocturna, agitando el polvo de la noche. Avanzaba, avanzaba hacia ellos. Lo miraron llegar muy cerca, inmutados por el pavor que sellaba sus labios y los electrizaba como intensa corriente de fluido. El silencio circunstante parecióles más pesado, más absoluto. Y sin articular palabra, ni esbozar un gesto, los compadres vieron pasar a su lado un perro, un perro negro de ojos iluminados. ¡Era el perro de Críspulo! El rumor de sus cuatro patas lo escuchaban latir en el pavimento con son rítmico, isócrono, con el pávido son de las cosas inmutables e increadas, con ritmo que persistía en el oído como fatal repiqueteo del destino infernal. Y pasó, se alejó, perdióse su eco en dirección única, inevitable.

Era la media noche.

* * *

Al nuevo día fue más grave la alarma en el pueblo. Tornóse a cuchichear con más ahínco; esta vez con sentido más supersticioso, en torno a la singular y fugitiva aparición.

—Marcos Cobos y Crisanto Aljaba, dicen haberlo visto, misea Gudula.

—Lo vio también Graciano, Isidora.

—Anoche lo vieron. Siempre a la media noche.

La noticia corrió con calambre de boca en boca por toda la población.

— ¡Ave María Purísima!

Constituyó la comidilla del día en el Mercado, en el Billar, en todos los comercios y casas.

¡El perro negro de la media noche!

Entonces formóse una cuadrilla de mozos de buen humor para apostarse a dar caza al bizarro visitante. Para distraer la velada hasta la hora de aparecer el can, los grupos alegres de villanos, en compañía de las mozas entusiasmadas y nerviosas, recorrían los contornos, cantando. Detrás de las puertas y por sobre las bardas, las gentes más medrosas espiaban, sobrecogidas de impaciencia, mientras muchas ancianas despreocupadas dormían recogidas en sus alcobas o simplemente rezaban.

De súbito callaron las voces. Habían divisado el can: venía distante; mas, se aproximaba, se aproximaba, avanzando con ritmo pausado, uniforme. Corría hacia la turba de espectadores con tanto desparpajo que los aguardantes se quedaron mudos, suspensos, estupefactos, como atontados por un influjo sobrenatural, y la misteriosa bestezuela cruzó por en medio de ellos sin alterar su paso isócrono; y perdióse lejos, lejos, con el eco desvanecido de su persistente rumor.

Todos se miraron atónitos.

— ¿Qué pasó?

* * *

—Anoche volvió el perro, misea Gudula.

—Cierto. Parece que no pudieron atraparlo, Isidora.

—Dios nos asista: no sé qué tiene ese animal.

—Es como dice Caríspulo: el enemigo malo.

—Libera nos a male.

—Pero los muchachos piensan que han de averiguar. Esta noche volverán a esperarlo.

No era lícito dudar del can negro de la media noche. Lo habían visto los más valientes. Ni alucinación de tragos, ni imaginaciones de cobardes, ni pujos de supersticiosos, nerviosidades mujeriles, patrañas de bromistas o embaucadores maliciosos. Era un can real, auténtico, en carne y hueso que, al mediar la noche, cruzaba el pueblo de extremo a extremo, siempre en la misma dirección y se perdía de vista con rumbo incógnito. Era un can de pinta oscura, de buena alzada y largos remos, de silueta macilenta, que solía marchar con aire zurdo de rampante movimiento, con la cabeza gacha, de agudo hocico; tal que los mozos inevitablemente aprensivos creían verle ojos encarnizados y fulmíneos. ¿Qué influjo irresistible despedía de sí el animal?

Quizás qué perro de labriegos, por costumbre singular, iba a esa hora de brujas y apariciones en que florece la conseja, de un punto a otro del lugar, dando pábulo a la alarma. Pero ¿a qué horas regresaba? Era preciso averiguarlo. Aún a riesgo de atropellar a la pobre bestia inocente, se hacía forzoso atraparla para desvanecer el enigma y con ello la inquietud en que se había envuelto el poblado.

Con palos y lazos se dispusieron nuevamente a esperar al sombrío visitante, a la hora de su paso. Se hizo motivo de orgullo armarse y asistir a la emboscada. Nadie fue al lecho a la otra noche. Grandes y chicos, los mozos se distribuyeron tras de los cantos de las esquinas, en el hueco de los portales, encima y debajo de los carros, desuncidos de sus tiros, que descansaban a la vera de las calles como fatigados de su diurno trajín por lomas y callejones. Se ocultaron en atisbo a lo largo de las cunetas y entre las resquebrajaduras de los taludes escarpados.

A la media noche, por una punta del poblado despertó el vocerío del zafarrancho. El negro can venía, pasaba con marcha acompasada por entre los grupos de sus enemigos. Desfilaba indemne por en medio de la plebe embriagada de aturdimiento, de encono desenfrenado. Llovían palos; los lazos se tendían arteros, mas no hacían presa; como fallidos arpones que rebanaban el aire, las varas de los paisanos fustigaban la tierra y se rompían saltando en pedazos, después de marrar los golpes descargados con furia precipitada. La baraúnda se desplazaba tras del perseguido animal que, con leve esguince, esquivaba fácilmente el formidable varapalo y proseguía su marcha, siempre rítmica y pausada. La grita seguía sus pasos, como el bramar de la avenida, como el crepitar del alud; hasta que el can logró perderse lejos, lejos, entre las sombras y aromas de las glebas calladas.

La confusión se deshizo con pavor. Y desde aquella noche en adelante, continuó con verdadera pesadilla el empeño de persecución del misterioso animal.

* * *

A la siguiente velada, todos, todos los del pueblo quedaron levantados. Los poblanos se dividieron en bandos. Trajéronse a la batida los canes más fieros del contorno: quien aprestó su mastín; quien su alano; quien su dogo. Y acorralados, se les obligó a esperar la presa. También se dispusieron trampas. Pero a la hora acostumbrada, como el trueno del temporal levantóse el rumor de la cacería: el vocerío humano, el insistente ladrar de la jauría azuzada. ¡Qué turbamulta! ¡Qué pandemonium! Y por entre esa endiablada confusión pasó, ahora como siempre, la escuálida silueta del perro de la media noche.

No fue la última aquella batida. Preparáronse armas, machetes, escopetas, pinchos, garfios; además de que los canes del contorno quedaron de fijo concitados. Anunciaban latiendo la pelota de sombra, que resultaba, a poco de andar, el misterioso fugitivo. Y lo seguían aullando con desespero, con lloro despiadada como humano lamento, y lo perdían de vista en la noche hospitalaria, aromada por el incienso de las eras, prosiguiendo impertérrito su camino fatal. Aupada por el lamento de los canes hortelanos, la marejada humana iba de una punta a otra de la aldea, como un coro de tragedia en movimiento, extralunada, ululando en conjunto hombres y canes. Disparaban las armas al fugitivo, sin hacer blanco; y alcanzado por el errado disparo creía a veces, infortunadamente herido, revolcándose en zozobras de muerte, alguno de los otros canes, los del pueblo, mientras el perseguido continuaba inmune su marcha.

Al fin todos los poblanos quedaron rendidos de fatiga a la próxima noche. El villorrio tornó a recobrar su soledad y silencio nocturno habituales. Y en la quietud profunda que bajaba del negro espacio, cuando la noche callada partíase en dos en el filo del conticinio; cuando se doblaba por medio, como una foja opaca que volvemos; de un extremo a otro de la aldea dormida, pasaba con uniforme y pausada fuga, único, macabro, fantasmal, el perro visitante de la media noche del que nunca se supo nada cierto.

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