sábado, 23 de mayo de 2020

Martín, proletario venezolano.


Crónica Banana City
Luis E. Villegas N.

En las tardes se le ve a Martín pasar por las calles del pueblo. Su caminar es lento, con paso acompasado, apoyado sobre el bastón que el mismo se ha construido y que a modo de “batuta” coordina los movimientos basculantes de sus  piernas y de su cuerpo. Altivo, seguro, orgulloso de sí;  saluda a los vecinos que encuentra a su paso por el vecindario.


Martín es un viejo sesentón que aparenta más años que los que ha vivido. Vive en la acequia, a las orillas del pueblo; después de mucho tiempo de deambular “por estas tierras de dios”, allí montó su rancho; claro, antes no le urgía, porque como hombre solitario vivía en los espacios de las granjas donde trabajaba de vigilante.  Después del accidente, que lo dejo lisiado para siempre, no pudo continuar trabajando “formalmente” y vive entonces de los pequeños trabajos que hace a los vecinos del pueblo: limpiar un patio, reparar una empalizada, rehacer la cacha de los machetes, construir gallineros,...  Vive solo, a pesar de los numerosos hijos que tiene y que ninguno ve por él. Trabajó toda la vida, pero tampoco tiene pensión, según comento en algún momento, por problemas de papeles y de edad...

Es un hombre que creció en la Venezuela rural de éstos pueblos yaracuyanos. El otro día vino a visitarme, conversador empedernido, gusta contar historias de su pasado; historias que despejan soledades... Me gusta escucharlo, me retrata al país oculto tras la aparente modernidad de pueblo que se sabe subdesarrollado, y que sin embargo, vive del espejismo de una vida moderna que consume tecnología  de punta... Así es Martín, especie de “espejo que enrostra realidades que no queremos mirar”

Siendo niño sus padres murieron y lo llevaron a casa de unos familiares campesinos que vivían en Uriachile-adentro. Allí creció bajo el maltrato que recibía de su” tío político”,  no era hijo suyo; por tanto, no tenía porque darle de comer. Una vez, cuenta Martín, estaba comiendo, sentado en el suelo, como se comía en esa época, con  un plato de sopa entre las piernas; -“llego el viejo y al verme le dio una patada al plato de sopa quemándome –“las taparas-”; dice, dibujándosele una sonrisa en los labios que endulza su curtido rostro. En ese clima creció, allí aprendió a llevar la vida, a comprenderla con su dureza. La vida que llevó desde muy joven lo hizo perspicaz, despierto, orgulloso de conseguir por sus propios medios lo que necesitaba. La vida le acrisoló la personalidad.

Bajaba de la montaña arriba hasta el pueblo; a veces a pie y otras en burro. Tenía uno bajito, fácil pa´nda que compre en las velas. Volaba como una bicicleta. Con él me emborrachaba en el pueblo y solito me llevaba montaña arriba; parecía una mula. Era un burro coreano, le llamaba “guacharaco”, por el color, Ud. sabe.  En el pueblo no compraba comida porque arriba teníamos toda la que necesitábamos. Lo que si comprábamos era sal, algún corte de tela “ p´a - cosé” , velas, mentol… Y por supuesto, aguardiente... Los ricos del pueblo eran comerciantes, dueños de "los negocios. Recuerdo a Rupertino Juárez, como también a Esteban Flores. Todos ellos eran muy amigos con el jefe de caserío  Griman Sanoja. Otro de los personajes importantes era el médico-brujo; claro está que era muy necesario porque en ese tiempo había enfermedades provocadas por gente mala  que convocaba los espíritus y el brujo las curaba.

Por cierto, una vez me tope con un duende. Venía yo subiendo montaña arriba, serían como las 12 de la noche, con unos panes, catalinas y un salón de pescado que había comprado Pa’ la casa. Mi tía si me había dicho: -Muchacho, tenga cuidado con los duendes, Ud. que anda por ahí de noche. Bueno, venía yo subiendo cuando de pronto vi delante de mí un hombre que caminaba; eso fue por donde están los palos de “jujure”, que había al lado del camino. Pensé que era un conocido mío y le hice señas, pero el hombre no me hizo caso. “-¡Camilo,  pa’ donde va por ahí¡,-  le dije. El hombre se crecía cada vez más y del susto largue los paquetes que traía y la botella de ron se me zafó del brazo y se quebró entre las piedras. El olor del ron se esparció por toda la quebrada. Cuando abrí los ojos el hombre había desaparecido por el olor del ron. Llegue a la casa “sudaito”, sin paquetes y con el susto en la cara. –Ya te lo había dicho muchacho, - fue lo que me dijo mi tía.

La sexualidad del “niño yuntero” comienza temprano y la de Martín no fue excepción. Para proletariado joven de la época, sexualidad y hacer pareja eran partes de una misma pieza. Tras el transcurrir de su adolescencia el viejo enfermó; Martín que ya había comenzado a trabajar en El Central Azucarero y ayudaba a la manutención de la casa. Con el tiempo el viejo no mejoraba y al contrario su salud fue empeorando; tuvo que pedir un préstamo en “El Central”, se lo concedieron después de hacerle firmar un pagaré; –“me lo dieron porque los Cubanos me querían mucho”; -dice.  El dinero se lo dio a su tía para cubrir los gastos de la enfermedad del viejo. Más tarde murió.

 - El trato hacia mí había venido cambiando con la muerte del viejo-. Comentaba Martín.  La tía le daba mejor con trato; claro está, sin él proponérselo, siendo aún  un muchacho, se había convertido en el “hombre de la casa”, ¡traía el dinero para el sustento! Un día, dice Martín, me llamo la vieja y me dijo:
- “Martín siéntate ahí que quiero decirte algo. De ahora en adelante no me llames más tía, ni me pidas la bendición, porque yo no soy tía tuya. Yo no soy familia tuya.  Tu apellido es Corso y el mío Ramírez”. 
-Pero tía, - Ud. esta loca. Ud. es hermana de mi mamá. Cómo no voy a pedirle la bendición, yo la respeto mucho.
- Muchacho, no seas tonto. No me sigas llamando tía.

 Pasaron los días, Martín seguía trabajando y trayendo el sustento a la casa. - la vieja comenzó de nuevo, ahora con un nuevo tesón, continuó diciendo Martín:
 -Mira Martín, no quiero que sigas durmiendo en ese cuarto, tienes que cambiarte para el mío.
-Pero tía, como voy a dormir allí, si yo la respeto mucho, además eso es malo, dios me puede castigar.
- “Muchacho no seas pendejo”, me decía. – Que tonto eres... ¿tu como que tienes problemas con las mujeres?
- ¿Porque Ud. me llama tonto?  ¡No me diga así que me va hacer enjuiciá!- Le respondía.

 “La insistencia en que me fuera a dormir a su cuarto no paro sino que se hizo más fuerte”. –“Uno de muchacho anda como un fosforo, enseguida se enciende”.  “Yo me decía: -No quiero que Dios me castigue. Total, una noche termine en el cuarto y “la monte”. Martín levanta la cara donde se le dibuja una picara sonrisa y dice: “-Cómo te quedo el mandao- le pregunte a la vieja”. Me respondió:-¡Mejol no podía sé! De ahí en adelante fue la primera de las mujeres que tuve.

Su mutación de campesino a proletario había comenzado a operar. Creció trabajando en los Centrales, haciéndose hombre. Luego emigrará a Valencia, convirtiéndose en obrero de las fábricas de manufactureras de esas zonas industriales; con rancho propio en barrios aledaños a la ciudad. La recluta lo lleva a Caracas, donde por un accidente le castigan extendiéndole el servicio por cinco años: limpiando una mesa tumbo un fusil FAL que si se dispara algunos no lo hubieran contado. El ejército lo regresó a Uriachile-adentro formando parte de un pelotón antiguerrillero, allí tuvo un  reencuentro con las montañas de su tierra. _ “Lo que me molestaba era el peso de la mochila y el del FAL, del resto la pasaba bien. Nunca tuvimos encuentro con guerrilleros, salvo una vez que vimos pasar una columna de ellos, y que nos escondimos porque no podíamos enfrentarlos”.  Concluido su “deber con la patria”, quedó en Caracas donde lo cobija nuevamente el barrio y la zona industrial; se hizo obrero automotriz. Martín siguió su interminable andanza por la vida que lo trajo nuevamente a su tierra yaracuyana.

De vuelta a su tierra, termina por envejecer; ya su trabajo no es en las florecientes  zonas industriales donde germina el desarrollo del capital y la “felicidad de la patria”. Su trabajo ahora, convertido en un vendedor-en-bicicleta, es andar por los caseríos dejando algunos productos fiaos y otros al contado,  de algunos productos básicos en los caseríos: chimo;  café, mentol... También convertido en vigilante en las actuales “granjas sancocheras” de los citadinos que vienen a pasar fines de semana al campo.  –“Toda mi vida he trabajado”, dice Martín orgulloso, -“no puedo estar sin hacer nada...”   Así es la vida de Martín y de los “Martines” que conforman el proletariado venezolano.

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