Luis.
E. Villegas. N.
-
¡Cóño ¡... ¡Está tomado de nuevo! -
Fue
lo que dije cuando lo vi donde el portugués comprando una botella de cocuy.
-
¡Toma todos los días! –
Dijo el motorizado que me traía a casa desde
la pasarela de la autopista, sí, de la bomba... de la entrada del pueblo.
Lo
observe detenidamente mientras la
moto nos acercaba. Sus movimientos eran
vacilantes, parecía como si quisiera poner la botella entre los cuadernos y los
libros que llevaba bajo el brazo.
Alzó
la vista al sentir acercarse la moto.
-
¡Me miro firme!-
Me
dio la impresión que se incomodaba por haberlo encontrado frente a la reja de
la casa del portugués. ¿Acaso, imaginación mía?
-¡Epa
Alfonso!- Le grite desde la moto.
Me
respondió el saludo de manera casi fría; su rostro mostraba inquietud, como si
hubiera sido descubierto haciendo algo indebido.
Paso
el instante. La moto nos alejo del encuentro fortuito, instantáneo, fugaz.
Momento lleno de significación: ¡La aventura de la existencia! Las palabras y el sentir, se nos quedaron
atorados entre garganta y pecho
Alfonso forma parte de ese grupo de hombres que el
destino condujo de manera fortuita a vivir en este pueblo. Hombres que en diferentes
circunstancias, con un mismo destino y en distintos puntos de la geografía
nacional llegaron y se plantaron aquí, como en muchos pueblos. Como el SER en
la historia, el sentido devino hecho de la materia de esta categoría de
hombres. Héroes anónimos que emergen en estas tierras por ciclos
históricos; que con su vivencia, con su historia personal y colectiva a
cuestas, dotan de sentido la construcción de un país más allá de sus espacios
físicos, deslumbrantes de modernidad.
Alfonso es uno de ellos. Es artista, pintor de
escuela. Además, lleva con mucho orgullo
el hecho de ser Tupamaro, y no sólo militante, “fundador de los primeros...” Viste
con gorra e insignia revolucionaria; cual soldado de guerrilla popular de los
años setenta, por supuesto, con visos de la actual estética chavistas. Su
prototipo es de rebelde de los años setenta; militante hecho en ese mundo
urbano caraqueño de la época. La gente del pueblo que no lo conoce lo
considera “un loquito”, “un viejo
borrachito”. Formas de expresión que representan sólo una cosa: el racismo que se
oculta tras nuestra manera de ser “buena pana”. Aquellos que por alguna
circunstancia tuvieron con él cierto trato quedaron impresionados de su figura
y su porte. Tras sus rasgos humildes pero altivos, intuyen que hay un pasado
que acrisoló una personalidad fuera de lo común. En las tardes cruza el pueblo con rumbo
norte, pasa por el medio de la plaza, hacia la salida “al campo”; allí se
encontrará con un sector de los vecinos más empobrecidos, los de la orilla del
pueblo, campesinos “de más adentro”, así
como con a un grupo de colombianos indocumentados. Allí intercambia algo de
comida, un almuerzo o cena, según el caso, por el cuidado de alguna casa cuando
los colombianos salen a sus actividades; o por servir de maestro para alguno de
los chamos.
Educar jóvenes parece una vocación tardía en Alfonso.
La otra noche vino y cenamos juntos; me contó que tenía un grupo de muchachos
interesados en aprehender pintura. «De aquí parto yo,- me dijo-, para ocuparme de lo ideológico, que
es lo importante. Les voy hablar de “pobre negro” de Rómulo Gallegos y pensé
que tú me podías ayudar». Al final nos despedimos y él se marcho... y mi libro con las obras de Rómulo Gallegos
también.
Alfonso pronuncia la palabra «ideológico» como si
viniera a representar un conjuro que por sus efectos develara ante la
conciencia del ser la más absoluta de las verdades, liberando nuestra
existencia y anunciando el devenir proletario. La verdad deviene en la
confrontación de pobres contra ricos. No es un regalo que nos dan los dioses y
somos libres; ¡Ese es el discurso de Alfonso!
A tras quedó el país de los años setenta; la Caracas
contestataria, la de las huelgas salvajes, la del movimiento obrero clasista,
la del movimiento popular genuino, la del movimiento estudiantil erigido en
vanguardia; su símbolo de guerra « la quema de autobuses». Acciones que
trastocaban las paz del poder, tanto del gobernador Diego Arria”, pachuco de la
burguesía adeco-copeyana, como la de las mafias patronales y sindicales del transporte; triada que
conformaba un sector del poder económico
de este país. En esa dinámica social-juvenil se desplegaba la humanidad y los
sueños libertarios de Alfonso.
La dinámica juvenil era contestataria y por añadidura revolucionaria. Los movimientos
populares de Antímano, La Vega, 23 de Enero, Catia... era las canteras de las
organizaciones políticas revolucionarios
y populares. Era una corriente «anarquista» según palabras
del propio Alfonso, que las expresa con cierto recelo ante el estigma
ideológico que cobro el término. Era el germen que nutría la lucha revolucionaria,
después de la derrota de la guerrilla. No es casual que en este contexto
Alfredo Maneiro hiciera su planteo de « movimiento de movimiento» en franco
cuestionamiento a las tendencias producto de la división política PCV-MAS
y a la concepción tradicional del partido.
Alfonso forma parte de ese grupo de hombres que
emerge en cada generación de venezolanos que han forjado este país. Héroes
anónimos que ya viejos los encontramos en algún pueblo perdido, que más que
hogar representan una especie de refugio. Vidas cuya historia oficial no
recogerá y que tal vez registre algún verso de poeta, extraviado también. Verso
cuya mirada es capaz de recoger la
esencia de la vida; de mirar más allá, de traducir esa cotidianidad en “palabra más lejana” como
diría José Lezama Lima. Sus vidas nos recuerdan los versos del
nicaragüense Ernesto Cardenal, hoy
perseguido político por quienes ayer fueron sus compañeros de guerrilla, o del
poeta español Miguel Hernández: “hubo una vez un hombre iluminado”... Hombres-pueblo que con su vivencia
trascienden lo cotidiano, dotando de sentido el sin sentido de los soleados
pueblos venezolanos que bostezan su soledad sin esperanza.
Alfonso camina las calles del pueblo con su historia
a cuestas, con la parsimonia que marca su cuerpo al andar, contradiciendo la
vivacidad e inquietud de sus pequeños ojos; es como si no existiera correspondencia entre el cuerpo envejecido y
cansado y la energía vital de su existencia que se desborda en la mirada clara
y profunda de los ojos del viejo militante.
No necesita bastón para su andar, le basta su
conciencia. El cocuy es señal del vacío que vive su corazón ante la
incomprensión de un mundo corrupto y egoísta. ¿Acaso sabe la gente lo que vive
Alfonso cuando lo señala? ¿Acaso sabe la
gente del peso con que Atlas vive? ¿Que sabemos tu y yo del coraje de vivir
defendiendo lo que se es? Por allí, por esas calles del pueblo, Alfonso pasa.
Excelente camarada
ResponderEliminarmuchos compañeros tienen una historia valiosa que contar
de pronto se me viene a la mente el esfuerzo que hacían
mis abuelos por contar sus vivencias a cada uno de nosotros (sus nietos),pero tenemos demasiada gente preocupada por lo superficial, saludos Luis. C
Que bueno leer lo referente al contecto de mi pueblo Amigo mi complace mucho compartir tu produccion como le dedicas a ese personaje¡¡¡ tu amiga Petra...
ResponderEliminarSigues haciéndote una referencia para las cosas que voy descubriendo y debo profundizar. La vida de la gente, del pueblo trabajador con sus significados aportados desde sus propias experiencias de vida, desde su propia historia. Gracias por ese aporte que nos ayuda a avanzar y seguir interrogándonos.
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